La experiencia está sobrevalorada. Seguir otorgando a la experiencia una posición inmerecidamente destacada a la hora de evaluar el talento es uno de los muchos lastres que seguimos acarreando a pesar de encontrarnos ante una nueva realidad; una creencia absurda, residuo evidente de los paradigmas caducos que aún no hemos sido capaces de superar.
El movimiento se demuestra andando y el valor de la experiencia, sea el que sea, se debería medir comparando el valor producido en presencia de experiencia con el producido en ausencia de la misma. No sé si existe algún estudio serio a este respecto y, si lo hay, no lo conozco. Pero hay una serie de hechos, de fácil comprobación, que me parecen suficientemente contundentes como para, al menos, cuestionarse seriamente si el valor real que aporta la experiencia es tan relevante.
Por ejemplo, si tomamos como muestra algunas de las empresas más importantes de las últimas décadas, desde HP a Facebook, pasando por Microsoft, ¿qué experiencia tenían sus fundadores creando empresas cuando las crearon? Hasta donde yo sé, ninguna. En el extremo contrario, los directivos que han llevado a empresas como Kodak, Nokia o RIM a situaciones dramáticas, cuando no directamente a su desaparición, contaban con una amplia experiencia, probablemente incluso con cierto éxito, dirigiendo empresas. Paradójico, ¿no?
La sobrevaloración de la experiencia tiene, sin embargo, su razón de ser.
Por ejemplo, cuando hablamos de habilidades manuales, la experiencia sí es relevante. Lo que con frecuencia distingue a un buen profesional de otro excelente son las horas que ha dedicado a practicar esa habilidad, es decir, su experiencia. En este caso, el valor de la experiencia es optimizar el automatismo, lo cual se traduce en menos errores, mejor predictibilidad y, en general, más calidad.
Otro ejemplo en el que la experiencia tiene un valor es en contextos en los que las situaciones se repiten sistemáticamente y requieren una buena dosis de conocimiento tácito para abordarlas con éxito. En este caso, dicho conocimiento tácito suele producirse como resultado de numerosas pruebas ensayo-error, un esfuerzo que solo tiene sentido a la larga y cuando se sabe que va a poder aplicarse en el tiempo.
Llevando esto al mundo de la empresa, la experiencia es un valor, por los motivos antes indicados, en entornos tipo cadena de producción. En este escenario, contratar a un profesional con experiencia supone una ventaja frente a contratar uno sin ella. Por ejemplo, un profesional con experiencia requerirá una menor inversión, tanto en tiempo como en dinero, para formarse en los procedimientos de trabajo o en el uso de la maquinaria. También cabe esperar que cometa menos errores y que su ritmo de trabajo sea más próximo al óptimo que el de alguien sin experiencia. Es más, ante una hipotética situación imprevista, es lógico esperar que reaccione de forma más adecuada, ya que probablemente no sea la primera vez que se encuentra ante ella.
Sin embargo, en el trabajo del conocimiento, el valor de la experiencia no es tan evidente. Cuando la generación de valor reside más en pensar que en hacer, la experiencia pasa a un segundo plano. Cierta experiencia es positiva, ya que puede evitar errores “de principiante”. Pero más allá de un mínimo, la experiencia empieza a jugar en contra.
El problema de la experiencia en el trabajo del conocimiento es que sustituye la reflexión por la creencia. Dejamos de pensar en el momento en que creemos que ya lo sabemos todo. Dejamos de probar cosas nuevas cuando ya sabemos, o creemos saber, qué puede funcionar y qué no. Y cuando dejamos de pensar, dejamos de contribuir a la aportación de valor.
En ese sentido, la experiencia puede ser incluso contraproducente. Por ejemplo, un profesional que lleve muchos años desempeñando un trabajo de forma inadecuada tendrá mucha experiencia en hacer las cosas mal pero eso no solo no es motivo de orgullo sino que probablemente plantee un problema adicional de cara a cambiar la forma de trabajo en un momento dado, ya que la forma incorrecta estará “cristalizada” y resultará muy difícil cambiarla.
El problema de muchas de las organizaciones es que están dirigidas por gente con demasiada experiencia y no necesariamente “buena”. Al igual que la industria relojera suiza inventó el reloj digital y lo desechó, porque en su experiencia un reloj sin manecillas ni engranajes no era un reloj “serio”, los dirigentes de muchas organizaciones no se atreven a dar los pasos necesarios para innovar en la gestión de las mismas porque en su experiencia, “eso no funciona”.
Cuando tienes mucha experiencia crees que lo sabes todo, ya no necesitas aprender más y te auto-inhabilitas para innovar. Por eso algunas organizaciones punteras en su tiempo en gestión de personas, como HP, promovían activamente la rotación interna, de modo que ningún profesional con potencial permaneciera más de dos o tres años en el mismo puesto.
Y no era por incordiar, ni por crear una preocupación permanente a los responsables de equipo, sino porque sabían que demasiada experiencia no solo mata la innovación sino que, además, te vuelve incompetente.
Este artículo, Demasiada Experiencia Mata la Innovación, escrito por José Miguel Bolívar y publicado originalmente en Optima Infinito, está licenciado para su uso bajo una Licencia Creative Commons 3.0 España.
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